Por
Daniel Rafecas
*
“La
historia del Derecho […] muestra […] qué grandes son los peligros que amenazan
al Derecho y a la Justicia de parte del poder y sus portadores, porque los
oportunistas se ponen siempre a disposición del poder, dispuestos a la traición
al Derecho y a la Justicia”.
Eberhard
Schmidt, 1961
El
ascenso del pensamiento y la figura de Carl Schmitt durante el período de
Weimar
Carl
Schmitt (1888-1985) fue un jurista alemán de extracción católica y de
reconocido prestigio en círculos académicos conservadores ganado en las primeras
décadas del siglo XX, que adhirió en forma relativamente temprana al nazismo
afiliándose al partido el 1º de mayo de 1933
[1],
y que fue designado por el régimen hitleriano –entre otros cargos- como
catedrático de Derecho Público en la Universidad de Berlín en octubre de 1933, puesto en el que permaneció en forma ininterrumpida hasta mayo de 1945.
Durante
al vigencia de la República de Weimar (1919-1933), entre otras obras, Schmitt
publicó títulos tales como La situación espiritual del parlamentarismo actual
(1923), El concepto de lo político (1927) y especialmente, su Teoría de la
Constitución, editada por primera vez en 1928, que tuvo gran repercusión
nacional e internacional; a la que le siguió la igualmente importante obra
Legalidad y Legitimidad (1932).
La
obra científica de Schmitt hasta ese entonces se inscribió en una larga lista
de trabajos de autores de Derecho Público enrolados francamente en el más
profundo antiliberalismo, que en la Alemania posterior a la Primera Guerra
Mundial, encontraron un fermento propicio para difundir sus invectivas
antidemocráticas debido al desprestigio que ostentaban el parlamentarismo y las
demás instituciones de la República de Weimar entre las elites políticas y
económicas y también en buena parte de la clase media.
La
obra de Schmitt previa a que el nazismo acceda al poder en Alemania lo muestra
como un autor con una clara impronta antidemocrática. En un ensayo de 1932,
comparaba despectivamente a los ciudadanos con derecho al voto con ovejas, que
en tiempo de elecciones son llevadas por los partidos políticos “al corral de
sus listas”, al tiempo que describía a la democracia liberal y al pluralismo
como “un desatino fantástico”
[2].
En
cambio, se mostraba abiertamente partidario de “una jefatura libre, fundada
carismáticamente, caracterizada racialmente”, para lo cual resultaba mucho más
propicio el Estado de excepción, ámbito sobre el cual Schmitt le atribuía
legitimidad al Soberano; como se advierte fácilmente, esta literatura
favorecedora de la erección del Estado autoritario pronto se vería cristalizada
en la figura y el pensamiento de un Führer.
En
aquel entonces, “…se veneraba la estética de un Estado
jerárquico-antidemocrático, un Estado que separado de intereses sociales
(«anarquistas») encarnara la unidad, el poder y la decisión. Toda la literatura
de Schmitt, ya antes de 1933, está signada por el endiosamiento de un orden
estatal poderoso y por la decisión […] Se demandaba la gran orientación, el
«liderazgo» que pudiera conducir fuera de la miseria espiritual de la época”
[3].
En
tal contexto, hacia 1932, el movimiento nacionalsocialista era visto como una
propuesta no sólo de restauración conservadora, sino especialmente como la
única alternativa a lo que en aquel entonces parecía inexorable: el acceso al
poder en Alemania de los sectores de izquierda, escenario que acercaba al país
a la caída en un régimen comunista al estilo del bolchevique impuesto en el ex
Imperio Ruso una década antes.
Podría
decirse que este espanto de la burguesía en Alemania ante el fantasma del
comunismo, en un ambiente de humillación nacional por los duros términos
impuestos por los vencedores y enmarcado en una situación de colapso económico
con cifras de desempleo e inflación nunca antes vistas, es lo que explica el
viraje, incluso antes de que Hitler acceda al poder, de buena parte la
intelligentsia alemana hacia posturas más reaccionarias, incluso radicales, de
la cual los juristas, profesores de Derecho y magistrados judiciales eran una
suerte de avanzada intelectual de gran influencia.
Así,
el ámbito del Derecho –especialmente, el sistema de administración de Justicia-
potenció en aquellos años lo que podría considerarse como un rol garantizador
del statu quo, es decir, de la conservación de los privilegios de clase y de
las vigentes relaciones de poder frente a la amenaza de un cambio sustancial
propiciado por la clase obrera y los círculos políticos e intelectuales que la
apoyaban, nucleados especialmente en el partido comunista y en la
socialdemocracia.
Fue
así que, con el acceso de Hitler al poder el 30 de enero de 1933, esta tendencia en los ambientes académicos se potenció y reorientó en apoyo explícito del
nuevo panorama político que se abría de la mano de la revolución
nacionalsocialista, generando un entusiasmo que no se limitó al común de los
profesores de Derecho, sino que “la elite más altamente calificada
profesionalmente ofreció gustosa su capacidad; algo más: muy a menudo lo hizo
con verdadero júbilo al servicio del nuevo Estado […] con pasmosa regularidad,
en 1933 o después de ese año, gran parte del profesorado especialmente
calificado se dejó tomar por el «espíritu nacionalsocialista» en la medida en
que ellos no estuvieron en oposición a los nuevos dueños del poder”
[4].
En
esta vanguardia intelectual de cuño reaccionario destacó el gran académico del
Derecho Político, Carl Schmitt.
Según
Zarka, “…la adhesión de Schmitt al nazismo ha sido tan consciente y profunda,
que no es posible estudiar sus textos jurídico-políticos […] poniendo entre
paréntesis su compromiso a favor de los principios nazis y el crédito que ha
aportado a las peores leyes del régimen de Hitler…”, máxime cuando “…Schmitt
nunca ha criticado sus opciones del período nazi y que, al contrario, ha
trabajado para proporcionales una justificación a posteriori…”
[5].
En
el mismo sentido se pronuncia Rüthers, para quien el período nacionalsocialista
de Schmitt “…corresponde al cenit de su carrera académica y sus actividades
jurídico-políticas entre sus 45 y 57 años de edad. Él fue profesor en Berlín,
consejero de Estado prusiano, editor del Diario de los Juristas Alemanes,
inspector de núcleo del grupo de profesores del Reich en la asociación de
guardianes del Derecho nacionalsocialista, miembro de la Academia de Derecho
Alemán, protegido por Göring y Hans Frank”
[6].
Schmitt
ya en 1933 sostenía que los principios del nacional-socialismo debían reputarse
válidos en todo momento y situación, para la aplicación y administración de
patrones generales de conducta, ya sea por medio del juez, del abogado o del
profesor de Derecho, reduciendo de este modo a estos actores, al juez
particularmente, en funcionarios policíacos
[7].
El contraste de Schmitt con un jurista perseguido por demócrata y por
judío: Hans Kelsen
Durante
las décadas previas a que se concretara el acceso del nacionalsocialismo al
poder en Alemania, la contienda escolástica entre iusnaturalistas y positivistas
estaba entrando en el ocaso en favor de esta última doctrina, de la mano de la
estrella de un jurista de la talla de Hans Kelsen (1881-1973), quien para la
época de esplendor del “círculo de Viena”
[8],
impuso sus postulados en sucesivas obras, que finalmente condensaron en su
Teoría pura del Derecho (1934), aceptada en los círculos académicos de la
ciencias jurídicas como un producto moderno y superador de las anticuadas
doctrinas justificantes del absolutismo y del solapamiento entre moral,
religión y derecho
[9].
Esta
teoría difundida desde Europa central declaraba, precisamente a comienzos de
los años ’30 del siglo pasado, que no había diferencia conceptual entre Estado
y Derecho, pues sólo cabía concebir un único Derecho, al cual el propio Estado
también estaba sometido.
Aunque
bien sabemos el espíritu liberal que impulsaba al gran jurista vienés –pues
identificaba la democracia con el sistema parlamentario y rescataba de ella su
carácter de vehículo formal tendiente a la toma de decisiones prescindiendo de
sistemas de valores universalmente aceptados-, la historia se encargaría de
demostrar que, tal como acontecía con el iusnaturalismo
[10], tampoco el positivismo jurídico de Kelsen contenía
los anticuerpos necesarios para evitar que el terror se adueñara del poder
estatal sin poder deslegitimarlo desde la teoría normativa.
Así
lo sostiene Franz Neumann, para quien si bien “…una doctrina demoledora [en
atención a sus argumentos lógicos] puede ser un instrumento útil en el análisis
científico, no puede servir de base para la acción política. Además, la teoría
pura del derecho comparte los defectos del positivismo lógico y de toda otra
«teoría pura»: su inocencia es virginal. Al excluir de su consideración todos
los problemas relativos del poder político y social, prepara el camino al
decisionismo, a la aceptación del las decisiones políticas cualquiera sea su
origen y contenido, con tal que haya tras ellas un poder suficiente. La teoría
pura del derecho ha hecho tanto como el decisionismo para minar cualquier sistema
de valores universalmente aceptable”
[11].
En
el mismo sentido expresa Cárcova: “Es cierto que la teoría kelseniana, al
excluir todo juicio de valor, aun el que pueda construirse comunicativamente en
un proceso de intercambio dialógico, parece fincar la viabilidad social de un
orden dado, exclusivamente en su eficacia, lo que conlleva el riesgo de que
cualquier forma de ejercicio del poder social resulte legitimada”
[12].
Como
en toda tragedia, el desenlace lo alcanzó al propio protagonista, perseguido por
los nazis en varias universidades europeas.
En
efecto, Hans Kelsen enseñaba en la Facultad de Derecho de la Universidad de
Viena, cátedra que debió resignar en 1930 debido al clima antisemita que
imperaba en los claustros.
Así,
aceptó la convocatoria de la Facultad de Derecho de la Universidad de Colonia,
en la Alemania de la República de Weimar, y en agosto de 1930 fue designado
allí como Profesor ordinario para Derecho Público, Teoría del Estado y
Filosofía del Derecho.
En
1932, fue elegido Decano de la Facultad.
En
esa calidad, Kelsen recibió a un nuevo integrante del cuerpo docente de su
Facultad: Carl Schmitt.
Con
el advenimiento del régimen nazi, bajo el amparo del estado de excepción
desplegado, y merced al trabajo de juristas favorables a la expansión del poder
estatal, a comienzos de abril de 1933, la “cláusula aria” de la “Ley del
Servicio Civil” obligó a la expulsión de jueces, abogados y profesores
universitarios judíos de sus actividades, así como del resto de la
administración pública
[13].
Con
la puesta en vigor de esta legislación, Kelsen fue el primer profesor
destituido de su cargo y despojado de su cátedra en su Facultad
[14].
Señala
Rüthers que su expulsión, dispuesta el 13 de abril de 1933, lo sorprendió en una gira académica por Suecia y tuvo que informarse por la prensa de su
destitución como Decano y del retiro obligado, al regreso de su viaje.
Las
razones alegadas lo sindicaban como “judío y marxista”
[15].
Hoy
sabemos de las reacciones favorables que tuvo esta legislación discriminatoria
en los juristas funcionales al régimen, como fue el caso de Carl Schmitt, quien
entre otras actitudes similares, se negó a firmar una carta en solidaridad con
su colega en la Facultad de Derecho en Colonia, Hans Kelsen.
Sostiene
al respecto Villar Borda que “…una de las acciones más innobles cometidas por
Carl Schmitt en ese tiempo de bajezas fue su comportamiento con Hans Kelsen. Éste,
como Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Colonia, lo había
convocado como profesor, a pesar de las ardientes polémicas que los enfrentaron
como profesores…”.
Tras
la expulsión de Kelsen de todos los cargos en esa Facultad por el régimen nazi,
debido a su condición de judío y demócrata liberal, “…Schmitt se negó a firmar
la carta comedida en que sus colegas pedían la revocación de esa orden
ministerial y, por el contrario, justificó inmediatamente la medida contra
Kelsen y todos los judíos o profesores «no arios», como forma de «purgar» las
universidades alemanas. Así consta en las publicaciones de esos días”
[16].
En
efecto, unos días después, el 12 de mayo de 1933, escribía en el periódico nazi Westdeutscher Beobachter un artículo con claras connotaciones antisemitas:
“Las
nuevas determinaciones sobre funcionarios, médicos y abogados, limpian la vida
pública de elementos extranjeros no arios […] En este grande y profundo, pero
al mismo tiempo interno proceso de cambio […] nada heterogéneo debe
entrometerse. Él nos perturba, aunque sea con buena intención, en una forma
dañina y peligrosa. Nosotros aprendemos sobre todo a diferenciar entre amigo y
enemigo”
[17].
Unas
semanas después, en una nota dedicada a meditar la situación de los
intelectuales en el Tercer Reich, publicada el 31 de mayo de 1933 en un diario nazi, Schmitt consideraba a los académicos que partían al exilio:
“vomitados
para todos los tiempos de Alemania”
[18].
Vale
la pena citar aquí a Manuel Rivas, quien también destacó el contraste entre
Schmitt y Kelsen: “Hubo quien tuvo el valor de decir que no. Por ejemplo, en el
campo jurista, el valeroso Hans Kelsen, con quien Schmitt había polemizado
sobre la democracia parlamentaria, y que, proscrito, con el estigma de «enemigo»,
siguió defendiendo la libertad en el exilio. Hubo quien ejerció al menos la
resistencia del silencio ante la aplastante maquinaria totalitaria. Schmitt,
no. Al contrario. Su aportación a la ascensión del nazismo fue entusiasta y
sistemática, y lo fue en el periodo decisivo, entre 1933 y 1936”
[19].
El período nacionalsocialista de Carl Schmitt
Debe
enmarcarse esta cuestión, en la amplia adhesión prestada al nazismo desde todos
los ámbitos científicos, desde la física y la medicina hasta la antropología y
las demás ciencias sociales.
Es
más, se ha dicho con toda razón que “[l]as contribuciones de la literatura
especializada y la adhesión hacia los nuevos gobernantes por parte de
destacados representantes de todas las facultades y disciplinas científicas
fueron verdadera legión en esa época”
[20].
En
este marco de amplia aceptación del nuevo Estado en el mundo de las ciencias, y
respecto de la función del Derecho en la nueva realidad que vivía Alemania, el
propio Hitler dejó en claro su pensamiento públicamente apenas asumido, al
dirigirse al Parlamento, oportunidad en la que manifestó que el Derecho debía:
“Servir,
en primer lugar, al mantenimiento de esta comunidad nacional”
Articulada
a través del Estado y encarnada en la persona del Führer, por lo cual:
“El
individuo no puede ser el centro de los cuidados de la ley, sino el pueblo”
[21].
A
la vez que exhortaba a los expertos en Derecho, en una conferencia especial
celebrada el 4 de octubre de ese año, a:
“Mantener
la autoridad de este Estado totalitario”
[22].
En
sintonía con ello, un amplísimo número de académicos del Derecho –muchos
convencidos, aunque tampoco faltaron algunos arribistas y oportunistas en busca
de ascensos o promociones- se dedicaron desde el mismo día de asunción del
poder por parte de Hitler, a producir y difundir en publicaciones
especializadas y libros específicos, lo que desde un comienzo podía definirse
como una teoría del Derecho y una teoría del Estado nacionalsocialistas, cuyo
efecto inmediato pero no menor estaba dirigido claramente a legitimar y
racionalizar las insólitas iniciativas legislativas desplegadas por el nuevo
régimen.
Así,
en primer lugar, debemos convocar aquí a Carl Schmitt, quien en diciembre de
1933, año que había visto ascender y consolidar a Hitler en el poder en
Alemania, publicaba su influyente ensayo “Estado, movimiento, pueblo”, en el
que el pueblo es definido como una comunidad racial, en perfecta sintonía con
el corazón de la ideología nacional-socialista
[23].
En
esta obra, Schmitt sostenía entre otros conceptos similares, que:
“El
contacto permanente e indudable que existe entre el Führer y los que le siguen
como así también su fidelidad recíproca, se basa en la igualdad genérica…” –es
decir, la identidad de pueblo y raza- “…Sólo esta igualdad puede evitar que el
poder del Führer se convierta en tiranía y arbitrariedad…”
[24].
En
1934, su estrella estaba en pleno ascenso en el universo nazi, en especial en
el ámbito de protección del viceführer Göring, y se lo designa director del
órgano oficial del derecho nazi, la Deutsche Juristenzeitung “donde publica numerosos artículos que avalan las peores leyes
nazis”
[25].
Ese
año, sostendría de modo general en sus obras que el “espíritu del
nacionalsocialismo” debía considerarse como una suerte de norma no escrita del
ordenamiento jurídico, una especie de fuente supralegal del derecho, y este
espíritu latía subyacente en el orden del pueblo fundado sobre la base de la
igualdad racial.
Sobre
esta base, Schmitt alegaba:
“La
totalidad del derecho alemán actual […] tiene que estar exclusiva y únicamente
guiada por el espíritu del nacionalsocialismo […] Toda interpretación debe ser
una interpretación en el sentido nacional-socialista”
[26].
Y
a continuación Schmitt sostendrá directamente que:
“El
programa del Partido Nacionalsocialista Alemán (NSDAP) es una genuina, y por
cierto la más importante, fuente del derecho. Es ya desde ahora derecho válido”
[27].
Estas
interpretaciones de teóricos del derecho de reconocido prestigio fueron “…de un
valor incalculable para legitimar una forma de dominación que socavaba el
Estado de derecho a favor de un ejercicio arbitrario de la voluntad política”
[28].
En
especial consideración viene aquí el caso de Carl Schmitt, quien era
considerado, para la época de la llegada de Hitler al poder, como “el político
y teórico del derecho más prestigioso de Alemania en aquella época” por un
historiador de la talla de Saul Friedländer
[29].
En
el mismo sentido el filósofo chileno Víctor Farías, que escribió una obra
fundamental acerca del papel cumplido por Martin Heidegger antes y durante del
régimen nazi, consideró a Carl Schmitt para esa misma época como “el jurista
más importante del III Reich”
[30].
Para
Rivas, Schmitt “[h]abía sido conocido como el kronjurist, la corona o el
cerebro jurista del III Reich. El principal artífice de la arquitectura
jurídica del nazismo. El diseñador del permanente «estado del excepción», para
quien la política es sinónimo de guerra, y el adversario o disidente, de
enemigo. El teórico del decisionismo, que lleva al límite perverso la máxima de
Hobbes: «Autorictas non veritas facit legem» (la autoridad, no la verdad, es la
que hace las leyes). Una actualización de esa otra indisoluble unidad marital,
la del trono y el altar, en la que el monarca absoluto es ahora un providencial
Führer o Caudillo. En la práctica, una justificación de la tiranía con lenguaje
futurista, para la sociedad de masas”
[31].
En
palabras de Neumann, la teoría de Carl Schmitt -a quien consideraba el más
inteligente y capaz de todos los tratadistas de Derecho constitucional
nacionalsocialistas-, “…es una doctrina de la fuerza bruta en su forma más
descarada, contraria a todos y cada uno de los aspectos y actos de la
democracia liberal, y a toda la concepción tradicional del imperio del Derecho”
[32].
En
tal sentido, fue el propio Schmitt quien resumió tempranamente la estrategia
nazi para concretar la demolición del Derecho penal liberal y de esta forma
desatar, en una escala nunca antes vista, el ejercicio estatal del poder
punitivo proveniente de la detentación de todos los resortes del sistema penal.
Este
desmantelamiento palmo a palmo de los principios más elementales del Derecho
penal liberal, entendido inequívocamente como un conjunto de derechos y
garantías puestos al servicio del ciudadano y como dique de contención a las
pretensiones punitivas del Estado, comenzó sin demoras: “...desde el comienzo,
el Tercer Reich en puntos fundamentales destruyó los principios de una sociedad
jurídica […] hasta los juristas conservadores allanaron el camino con su
colaboración y sus dictámenes”
[33].
Para
esta autor, la política no era otra cosa que la relación existente entre amigo
y enemigo. En esta línea de pensamiento, un enemigo es alguien a quien, tarde o
temprano, hay que destruir. Como toda relación humana puede convertirse en
relación política, el paso del adversario al enemigo está siempre al alcance de
la mano.
Incluso
el aspecto más recalcitrante del ideario nacionalsocialista, su cruel e
irracional antijudaísmo, que se convirtió en política de Estado no bien Hitler
asumiera el poder, tuvo en Carl Schmitt no sólo a un fiel seguidor también en
este aspecto, sino más bien a un temprano y ferviente activista de la causa
antisemita.
Como
una suerte de mandamiento de iniciación entre los académicos e intelectuales de
renombre que se plegaron al régimen nacionalsocialista, el primer síntoma del
nuevo estado de cosas venía dado por la súbita interrupción de todo diálogo o
intercambio epistolar con colegas, estudiantes y demás integrantes de la
comunidad académica por su condición de judíos; señala al respecto el
prestigioso historiador Saul Friedländer que Carl Schmitt fue uno de los
ejemplos más llamativos de esta conducta, al ponerle un abrupto final a su
extensa correspondencia con el filósofo político judío Leo Strauss.
No
sólo ello, destaca Friedländer que “[p]ara asegurarse de que no había ningún
malentendido acerca de la posición que tomaba, Schmitt introdujo algunos
comentarios abiertamente antisemitas en la nueva edición de su obra El concepto
de lo político, publicada en 1933”, y en comparación con las posiciones que
simultáneamente estaba adoptando el filósofo Martin Heidegger –también él
temprano adherente al nacionalsocialismo, designado en 1933 rector de la Universidad de Friburgo-, “la postura antijudía de Schmitt sería mucho más franca, extrema y
virulenta que la del filósofo de Friburgo”
[34].
En
tal sentido, además de lo ya expresado, veremos a continuación, entre otros
aportes, su destacado papel legitimador del más brutal ejercicio ilegal de
poder punitivo estatal en los acontecimientos de junio de 1934 (La noche de los
cuchillos largos) y de septiembre de 1935 (sanción de las Leyes de Nüremberg);
así como también el penoso papel cumplido en octubre de 1936 como organizador y
principal conferencista, en Berlín, del Congreso de juristas para erradicar de
las ciencias jurídicas todo vestigio de influencia judía (Congreso sobre “La
judería en la ciencia jurídica alemana”).
Tras
su decisivo aporte al régimen nazi durante aquellos primeros años de su
vigencia, Schmitt fue víctima de una serie de intrigas impulsadas por varios
colegas que eran a la vez miembros de las SS –entre ellos Otto Köllreuter, Karl
Eckhardt y Reinhard Höhn- que desconfiaban de su lealtad y de su convencimiento
acerca del ideario nacionalsocialista, calificándolo de oportunista y
arribista, y de sobreactuar impostadamente su adhesión al régimen.
Así,
en diciembre de 1936, apenas dos meses después del congreso antijudío, comenzó
un declive en la actuación pública de Schmitt, y una serie de renuncias a
muchos de sus cargos, limitándose desde ese momento, a retener su cátedra en
Berlín y a publicar algunas monografías siempre favorables al nazismo, como su
ensayo “Enemigo total, guerra total, Estado total”, de 1937, o “Neutralidad en
el derecho internacional y totalidad racial”, de 1938; o con comentarios
antisemitas, como en su obra sobre Thomas Hobbes “El Leviathan en la teoría del
Estado de Thomas Hobbes”, también de 1938
[35];
así como sus numerosos trabajos, a partir de 1939, en torno a la idea del
Grossraum o “Gran Espacio”, absolutamente funcional a la teoría del “espacio
vital” que ya estaba presente en “Mi Lucha” y que pretendió legitimar la conquista
de los territorios orientales, desde Polonia hasta la Unión Soviética.
Pero
veamos algunos hitos ineludibles en la provisión schmittiana de discursos
jurídicos funcionales y legitimantes de la violencia brutal característica del
régimen nazi.
a) La legislación de excepción con ocasión del incendio del Reichstag
El
punto de partida del siniestro derrotero que dinamitó las bases de la
convivencia democrática en Alemania, fue la legislación sancionada en ocasión
del incendio del Parlamento alemán (Reichstag), mediante la ley del 28 de febrero de 1933, por la cual se autorizaba a la policía secreta a detener ciudadanos
sin orden judicial bajo los rótulos de enemigos o conspiradores y podía
mantenerlos en custodia protectora en campos de concentración por tiempo
indefinido y sin ningún control judicial.
En
concreto, señala Neumann que esta ley “…no tiene un solo elemento concreto que
permita predecir si se puede privar a un hombre de su libertad, ni en qué
condiciones, ni por cuánto tiempo. Sólo dice a la Gestapo que haga lo que quiera; que solvente cada caso como mejor le parezca. Semejante norma
no es Derecho, sino decisionismo arbitrario”
[36].
Parece
absurdo dignificar con el nombre de “Derecho” semejante manifestación de
violencia institucionalizada en desmedro de derechos fundamentales: “Si el
Derecho no es más que la voluntad del soberano, sí; pero si el Derecho, a
diferencia del mandato del soberano, ha de ser racional en su forma o en su
contenido, rotundamente no. El sistema jurídico nacional-socialista no es sino
una técnica de manipulación de las masas por el terror. Los tribunales en lo
criminal, junto con la Gestapo, el fiscal y los verdugos, son hoy, por encima
de todo, profesionales de la violencia”
[37].
A
ello le sucedió, menos de un mes después, el 24 de marzo de 1933, la sanción de una ley por la cual el Reichstag le concedió a Hitler amplias facultades
legislativas en forma permanente, en una suerte de delegación definitiva de
funciones al poder ejecutivo, alegándose razones de excepción que se convirtieron
en permanentes y perduraron a lo largo de todo el tiempo en que estuvo vigente
el régimen nazi.
A
partir de la entrada en vigor de esta ley, denominada “Ley para remediar la
miseria del pueblo y del Reich” (“Gesetz zur Behebung der Not von Volk und
Reich”), el Parlamento pasó a tener funciones decorativas, a ser convocado
expresamente para su conformación a partir de los designios de Hitler, por lo
general con fines de propaganda o bien para proyectar la imagen de apoyo
popular institucionalizado respecto de algunas de sus iniciativas.
Respecto
de esta legislación ampliatoria del Estado autoritario, Carl Schmitt –entre
otros juristas- salieron públicamente a respaldar el nuevo estado de cosas,
pese a que se trataba inequívocamente de la claudicación de derechos y
libertades fundamentales de los individuos a expensas del poder estatal.
Así,
sostenía Schmitt que esta nueva ley era una suerte de norma constitucional
transitoria para la nueva Alemania, y que ello estaba legitimado a partir de lo
sucedido en las elecciones del 5 de marzo de aquel año, cuyo resultado
consideraba
“…un
plebiscito mediante el cual el pueblo alemán ha reconocido a Adolf Hitler […]
como el Führer político del pueblo alemán”.
Debe
recordarse que en aquellos comicios, los nacional-socialistas, pese a detentar
el poder político en Alemania y con todo el aparato de propaganda volcado a
obtener el respaldo popular en las urnas, no alcanzaron el 50 % de los votos.
b) La “Noche de los cuchillos largos”
Un
hito remarcable en este proceso de desintegración de los más elementales
pilares del Estado de derecho durante la Alemania nazi, tuvo lugar tras el
asesinato planificado por Hitler y las SS, sin ningún tipo de contemplaciones,
ni juicio o aviso alguno, el 30 de junio de 1934 , de casi un centenar de adversarios políticos –en especial, Ernst Rohm y demás miembros de las SA, además de
dirigentes políticos conservadores como el ex Canciller Kurt von Schleicher y
de altos jefes del Ejército como el mayor general von Bredow-, en lo que se
conoció como “la noche de los cuchillos largos”.
Los
asesinatos –consumados en su mayoría aprovechando la sorpresa y la oscuridad-
fueron ejecutados por miembros de las SS y otros grupos de choque, empleando la
más elemental fuerza bruta, ya que los señalados para su eliminación murieron
víctimas de feroces palizas, de apuñalamientos o de ejecuciones a corta
distancia con armas de fuego, la mayoría de ellos sorprendidos en sus propias
viviendas, aunque no faltaron casos –como el del líder SA Rohm y su círculo de
confianza- en que los perseguidos fueron secuestrados, conducidos a cárceles y
allí masacrados sin más.
Una
vez finalizada la cacería humana, y en una acabada demostración de la
perversión al servicio de la política que imperaba en la jerarquía nazi, “se
culpó falsamente a los comunistas, tal como hoy lo demuestran los historiadores
serios e imparciales, y se ordenaron acciones policiales inmediatas para
capturar a los funcionarios de ese partido, ocupar sus oficinas y expropiar sus
bienes”
[38].
Así,
a partir de estas persecuciones desencadenadas desde las entrañas del poder
hitleriano, “[l]a exclusión de los diputados comunistas permitió a Hitler
conseguir mayoría en el Reichstag, aislando al único grupo opositor, la
socialdemocracia, cuyos días también estarían contados. Los campos de
concentración se poblaron con todos aquellos dirigentes, intelectuales,
profesionales, artistas de la izquierda que no habían logrado ponerse a salvo
en el extranjero. Así comenzó a construirse, a través de medidas, decretos y
disposiciones administrativas, el aparato de dominación totalitaria del
nacionalsocialismo”
[39].
Tres
días más tarde, el 3 de julio de ese año, el Reichstag sancionaba por
aclamación la “Ley de las Medidas de Legítima Defensa del Estado” por la cual
se consideraba a los sangrientos sucesos acaecidos los días previos como un
acto directo de ejercicio de jurisdicción por parte del Führer y como tal,
sustraído a toda revisión o juzgamiento
[40].
Unos
días después, tras el discurso de Hitler del 13 de julio de 1934, nuevamente apareció en escena Carl Schmitt, dando a conocer un alegato abiertamente
elogioso del terrorismo de Estado desatado en la noche de los cuchillos largos
y de su vil intento de legitimación por parte del Reichstag.
En
una de las páginas más vergonzosas de la historia del Derecho, que muestra
hasta dónde pueden llegar los discursos jurídicos justificantes del más brutal
ejercicio ilegal de poder punitivo estatal, para colmo en boca de un destacado
e influyente jurista de renombre internacional, Schmitt sostenía en este
opúsculo llamado “El Führer defiende el derecho”:
“El
Führer está defendiendo el ámbito del derecho de los peores abusos al hacer
justicia de manera directa en el momento del peligro, como juez supremo en
virtud de su capacidad de líder […] El auténtico líder siempre es también juez.
De su capacidad de líder deriva su capacidad de juez. Quien pretende separar
ambas capacidades o incluso oponerlas entre sí convierte al juez en líder
opositor o en instrumento del mismo y busca desquiciar al Estado con la ayuda
de la justicia. Se trata de un método aplicado con frecuencia no sólo para
destruir el Estado sino también el derecho. Un ejemplo característico de la
ceguera del pensamiento jurídico liberal fue el intento de transformar el
derecho penal en el gran salvoconducto, la «magna carta del criminal» (Fr. Von
Liszt). El derecho constitucional, de igual manera, tuvo que tornarse la magna
carta de los reos de alta traición y los traidores a la patria”.
Continúa
Schmitt en otro pasaje:
“En
realidad el acto del Führer correspondió a una jurisdicción auténtica. No está
sometido a la justicia sino que constituyó en sí la más alta justicia […] En un
Estado dirigido por un solo líder […] en el que el cuerpo legislativo, el
gobierno y la justicia no se vigilan con recelo, como sucede en el Estado de
derecho liberal [aquí cita a su discípulo Ernst Rudolf Huber], lo que
normalmente se consideraría justo para un acto de gobierno, tiene que serlo en
una medida muchísimo mayor al tratarse de un acto por medio del cual el Führer
probó su liderazgo y judicatura supremos”.
Y
concluye Schmitt del siguiente modo:
“Dentro
del espacio total de aquellos tres días [del 29 de junio al 1º de julio de
1934] destacan particularmente las acciones judiciales del Führer en las que
como líder del movimiento castigó la traición de sus subordinados contra él
como líder político supremo del movimiento. El líder de un movimiento asume
como tal un deber judicial cuyo derecho interno no puede ser realizado por nadie
más”
[41].
Destaca
Rivas, que “[a] diferencia de otras épocas, en las que la marca del tirano era
el obsceno desprecio por la ley, la gran operación de ilusionismo histórico de
Schmitt es convertir al tirano en «supremo juez», en fuente de derecho, el que
con sus pasos va imprimiendo la ley”
[42].
Acerca
del papel cumplido frente a estos terribles sucesos por Carl Schmitt, Rüthers
resalta el hecho de que si bien este jurista, previo a la llegada de Hitler al
poder, había sostenido que “el concepto de lo político” se fundaba
exhaustivamente en la diferencia entre amigo y enemigo, incluyendo la
posibilidad de la eliminación física, ello “…fue superado ampliamente por la
praxis asesina del nacionalsocialismo. Ya no sólo se dio muerte a los
«enemigos». Cuando pareció conveniente, también estrechos colaboradores,
incluso amigos y camaradas políticos, fueron liquidados y se justificó su
asesinato cuando fueron declarados enemigos por el Führer”
[43].
c) Las leyes de Nüremberg
Las
leyes de Nüremberg de septiembre de 1935 no fueron las primeras en el proceso
de segregación legal al que fue sometido el colectivo judeoalemán desde el ascenso
de Hitler al poder en 1933, sino más bien, un eslabón fundamental de una larga
cadena de productos jurídicos emanados del régimen nazi, que continuaron en los
años siguientes y se aceleraron para la época del inicio de la Segunda Guerra Mundial.
Esta
producción normativa constante estuvo dirigida unívocamente al paulatino
desmantelamiento de las libertades y garantías ciudadanas, esto es, al
anegamiento de los restos del Estado de derecho heredado de la República de Weimar, y a su veloz reemplazo por un Estado policial que se fue librando de
todo tipo de controles o límites en el ejercicio del poder, y que, como ya
vimos, tuvo su punto de partida el 28 de febrero de 1933 con la aprobación por parte del Parlamento alemán (Reichstag) y a pedido del Führer, de una ley de
emergencia por la cual se echó mano del artículo 48 de la Constitución alemana (diseñada en el período democrático precedente) que autorizaba la
suspensión transitoria de derechos y garantías ciudadanas ante la puesta en
peligro de las bases del Estado y de la sociedad.
Cabe
señalar que este estado de emergencia, o como sostiene Giorgio Agamben, este
estado de excepción
[44], supuestamente
transitorio, se mantuvo hasta el 8 de junio de 1945. Hitler ni se molestó, durante la vigencia de su régimen, en derogar aquella Constitución liberal.
En
este paso desde un Estado de derecho a un Estado racial, cumplieron un papel
fundamental las denominadas leyes de Nüremberg, sancionadas el 15 y 16 de septiembre de 1935, dos años y medio después del ascenso de Hitler al poder en
Alemania.
Su
misma denominación remite a uno de los sitios fundacionales del
nacionalsocialismo, en donde año tras año el Partido rendía honor a sus
mártires y se llevaban a cabo vistosos y multitudinarios desfiles (precisamente
en dicha localidad, y en el marco del festejo correspondiente al año de 1935,
es que se redactó esta norma).
Su
génesis se dio unos días antes, el 13 de septiembre de 1935, fecha en que Hitler ordenó que en dos días se redactase una norma tendiente a proteger la
sangre y el honor alemanes. Se reunieron numerosos funcionarios, la mayoría
abogados, de distintas dependencias, que se pusieron a trabajar inmediatamente.
Dos días después, la norma estaba sancionada y publicada oficialmente.
El
advenimiento de esta legislación fue precedido de una amplia difusión, y al
momento de su sanción, fue acompañada por una gran campaña de prensa oficial,
que aplaudía la decisión del Führer de segregar a los judíos del seno de la
comunidad alemana.
El
objetivo fundamental de estas normas era consagrar jurídicamente que los judíos
alemanes dejaban de ser ciudadanos plenos para pasar a ser de segunda clase, lo
que implicaba en forma manifiesta, la abolición del principio de igualdad ante
la ley, ello como un paso decisivo en el marco de un largo proceso de exclusión
legal del colectivo judeoalemán.
Los
aspectos penales de esta legislación, que acompañaron a la definición jurídica
del judío, consistían en la creación de nuevos “delitos” tendientes a reprimir
con penas de presidio o prisión no sólo los matrimonios entre judíos y arios,
sino también todo “comercio carnal extramatrimonial entre judíos y ciudadanos
de sangre alemana”, entre otras nuevas figuras.
En
la elaboración de estas leyes de 1935 tuvieron especial desempeño dos juristas,
el Secretario de Estado del Ministerio del Interior, Dr. Wilhelm Stuckart y su
experto en asuntos judíos, el Dr. Bernhard Lösener.
Stuckart,
de 33 años, era un Doctor en Derecho afiliado al NSDAP en 1920, y pese a su
juventud, llegó al alto puesto que detentaba a fuerza de demostrar eficiencia y
lealtad al partido como “juez” administrativo dentro de la estructura de las
S.S., durante los dos años anteriores.
Por
su parte, Lösener, que para esa época también contaba con 33 años, fue autor de
no menos de 27 decretos antijudíos durante la vigencia del nazismo
[45].
También
resulta interesante mencionar el perfil del Ministro del Interior, Wilhelm
Frick, quien promulgó, junto con Hitler, estas leyes: 58 años, Doctor en
Derecho y afiliado al partido en 1923. Previamente a hacerse cargo de esta
cartera, fue diputado por el NSDAP, alcanzando durante su labor en el Reichstag
el cargo de Presidente del bloque parlamentario que respondía a Hitler.
Esta
normativa necesitó de ulteriores aclaraciones, en especial, porque no definía
específicamente quién debía considerarse “judío” desde el punto de vista
jurídico.
Allí
apareció en escena nuevamente el experto Lösener, autor intelectual de la Primera Ordenanza de la Ley de Ciudadanía del Reich, fechada el 14 de noviembre de 1935, que aclaraba el punto y que además estableció un método automático que
separaba a los judíos en distintas categorías.
Con
esta y otras reglamentaciones de las leyes de Nüremberg, se introdujeron en el
ordenamiento jurídico vigente en el Reich, una serie de reglas técnicas
destinadas a establecer con la mayor precisión posible, quién debía
considerarse legalmente como judío, de modo tal de que a partir de tal
etiquetamiento, todas las medidas legales y administrativas, pasadas y futuras,
contra los judíos, le alcancen sin más consideraciones.
Estas
frías y calculadas especificaciones tendientes a definir quién era “judío” en
sentido técnico-legal, ni bien entrada en vigor la legislación el 1º de enero
de 1936, fueron rápidamente asumidas por la maquinaria burocrática estatal
puesta al servicio de la persecución de esta colectividad, y luego sería
copiada fielmente en casi todos los territorios anexados, conquistados o bajo
regímenes aliados a Hitler.
Debe
subrayarse el hecho de que no sólo Alemania, sino todo Occidente estuvo al
corriente de la entrada en vigor de esta legislación abyecta. Y lo cierto es
que prácticamente no hubo críticas ni condenas, sino todo lo más, un
distanciamiento de la cuestión, señalándose que se trataba de una cuestión de
política doméstica de Alemania, que no pasaría a mayores consecuencias
[46].
La
convocatoria del régimen nazi al año siguiente de la sanción de las leyes, en
oportunidad de constituirse Berlín como sede de los Juegos Olímpicos, no deja
lugar a dudas al respecto.
Ello
fue facilitado en buena medida, por la pátina de legitimación que se le intentó
dar a esta legislación discriminatoria por parte de destacados juristas
favorables al régimen nazi, entre los cuales destacó el ya mencionado Carl
Schmitt.
Schmitt,
escribió varios artículos apologéticos de las leyes de Nüremberg, y las
defendió personalmente en congresos internacionales
[47], propugnando precisamente, la supuesta íntima
vinculación de su contenido con la “auténtica” idiosincrasia del “verdadero”
pueblo alemán.
Así,
en su trabajo denominado nada menos que “La constitución de la libertad” –tal
lo que para Schmitt significaban estas leyes-, publicado el 1º de octubre de
1935, ensayaba la siguiente explicación:
“La
palabra «alemán» aparece [en las leyes de Nüremberg] únicamente para recalcar
que «todos los alemanes son iguales ante la ley». Pero esta frase, que, dentro
de una concepción de lo alemán sustancial y relativa al pueblo, hubiera
adquirido un sentido recto, sirvió por el contrario para tratar a quienes no
son de la misma raza igual que a los alemanes y para considerar como alemán a
todo aquel que fuera igual ante la ley […] Hoy el pueblo alemán vuelve a ser
pueblo alemán también en el ámbito del Derecho. Tras las leyes del 15 de
septiembre [de 1935], la sangre y el honor alemanes son de nuevo conceptos
fundamentales de nuestro Derecho. El Estado, ahora, es un instrumento de la
fuerza de la unidad populares”.
Y
concluye Schmitt su alegato a favor de estas leyes de modo difícilmente más
elogioso, al sostener que éstas
“No
son tres importantes leyes aisladas sin más a la altura de otras leyes
importantes. Ellas abarcan e impregnan todo nuestro Derecho. A partir de ellas
se determina qué es para nosotros moralidad y orden público, a qué puede
llamarse decencia y buenas costumbres. Son la Constitución de la libertad, el
núcleo de nuestro Derecho alemán actual. Todo lo que hacemos en calidad de
juristas alemanes alcanza gracias a ella honor y sentido”
[48].
Estas
tristemente célebres leyes racistas de Nüremberg, apuntaban a marginar a los
judíos de la sociedad al cancelarles su condición de ciudadanos plenos y
definirlos como súbditos; así como también a través de la prohibición, bajo
severas penas, de por ej. matrimonios mixtos o relaciones sexuales entre
personas judías y alemanas, y dieron soporte jurídico para la identificación y
posterior segregación de los judíos del resto de la población no sólo en
Alemania sino en toda la Europa conquistada.
De
este modo, permitió a los nazis sentar las bases formales y materiales para los
pasos posteriores del proceso de destrucción del colectivo judío, esto es, la
cancelación sistemática de derechos; la expoliación económica; la concentración
en zonas determinadas, o bien en guetos; la deportación fuera de los confines
del territorio; y finalmente, el exterminio físico de millones de niños,
hombres, mujeres y ancianos, por la sola condición de encajar en algunas de las
categorías de “judío” diseñadas por Stuckart y Lösener, sancionadas por Frick y
Hitler y legitimadas inmediatamente por Schmitt y otros juristas fieles al
nazismo.
Como
sostiene Franz Neumann, estas leyes de “purificación de la sangre” figuran
“…entre las más infames del repertorio nacional-socialista […] han quebrantado
totalmente los últimos vestigios de protección jurídica que ofrecía, hasta el
momento en que fueron aprobadas, el código penal”
[49].
Por
su parte, para Zarka “[l]as leyes de Nüremberg fueron, en efecto, la
introducción en la legislación alemana de la ideología racista y discriminadora
de Hitler y del partido nacional-socialista”, que establecieron un “racismo de
Estado”
[50].
d) El Congreso de juristas para erradicar toda influencia judía
Decíamos
previamente que la mayoría de los juristas que se adscribieron al nazismo,
acompañaron también su faceta más impresentable, el amplio y desenfadado
antisemitismo constitutivo de una implacable política de Estado desde el mismo
momento de la asunción de Hitler en el poder.
En
este sentido, las bases de la política nazi en este aspecto quedaron muy claras
con el virulento discurso antijudío que pronunció el ministro de Educación del
gabinete de Hitler, Bernhard Rust, el 5 de mayo de 1933 en el auditorio de la Universidad de Berlín, que tuvo amplia difusión:
“La
ciencia para un judío no supone una tarea, una obligación, un dominio de
organización creativa, sino un negocio, y una forma de destruir la cultura del
pueblo que le ha acogido. Por eso las cátedras más importantes de las
universidades que se hacen llamar alemanas están llenas de judíos. Se vaciaron
para permitirles el acceso y para que prosiguieran sus actividades
parasitarias, las cuales fueron luego recompensadas con premios Nobel”
[51].
Entre
los juristas que cumplieron un papel destacado en el despliegue de esta
política infame se encontraba Carl Schmitt, no sólo por sus obras, discursos y
contribuciones teóricas destinadas a legitimar el antisemitismo y la expulsión
de los judíos de la vida cultural e intelectual de Alemania, sino además al
haber sido -en su carácter de Inspector de grupos del Reich en la Alianza de guardianes del Derecho nacionalsocialista- el organizador y principal expositor
del Congreso de juristas que tuvo lugar en 1936 en la Universidad de Berlín, destinado a erradicar de la ciencia jurídica alemana todo vestigio de
influencia de autores judíos.
Esta
idea venía circulando en los ámbitos nazificados de la educación superior desde
el mismo ascenso de Hitler al poder, impulsado especialmente por su ala más
fanática conformada por la Asociación de Estudiantes Nacionalsocialistas, cuya
primera medida, dispuesta el 8 de abril de 1933, fue la “quema pública de
escritos destructivos judíos”, triste y premonitorio episodio que tuvo lugar en
Berlín (donde se quemaron más de veinte mil libros) y en otras grandes ciudades
de Alemania el 10 de mayo de aquel año.
Entre
los puntos que los estudiantes nazis destacaban como campaña de información a
propósito de la quema de libros, sostenían:
“Cuando
el judío escribe en alemán, miente. Debería ser obligatorio, a partir de ahora,
indicar en los libros que deseen publicar en alemán: «traducido del hebreo»”
[52].
Al
Congreso supuestamente científico que organizó unos años más tarde, en 1936,
Schmitt -destacado catedrático de Derecho Político de la Casa de estudios que oficiaba de anfitriona del evento- invitó no sólo a profesores
universitarios de facultades de Derecho, sino también a integrantes de otras
organizaciones de cuño nacionalsocialista, como los Cristianos Alemanes e
incluso, por carta, al mismísimo director del diario antisemita Der Stürmer,
Julius Streicher
[53].
El
Congreso sesionó los días 3 y 4 de octubre de 1936, y contó con la participación de un centenar de profesores universitarios, que debatieron y presentaron
ponencias en torno al tema “La judería en la ciencia jurídica alemana”.
Acerca
de la cuestión de qué hacer con las citas y doctrinas de autores judíos,
incluyendo a Hans Kelsen, en el marco del Congreso se concluyó por unanimidad y
aclamación, que aquéllos, o bien debían ser directamente suprimidos, o bien, si
no quedaba más remedio que invocarlo en un trabajo científico, se debía
anteponer la referencia a “el judío…” para conjurar tal perniciosa referencia.
En
el discurso de clausura del Congreso, a cargo de Schmitt, éste sostenía al
respecto que:
“Ya
con la simple mención de la palabra judío se produce un exorcismo saludable”.
En
este mismo Congreso, orquestado por Schmitt, se propuso y aprobó por unanimidad
el retiro de todas las obras “judías” y su colocación en recintos apartados,
dedicados pues a los autores de tan peligroso y perjudicial origen, como un
ámbito exótico y escindido por completo de la ciencia del Derecho
nacionalsocialista.
Acerca
de este congreso, Friedländer señaló que Schmitt lo hizo para hacer
“…ostentación de su propio fervor antisemita…” y que allí “…inició y puso fin
al encuentro con dos conferencias antijudías. Abrió su primera conferencia y
concluyó su charla de clausura con la misma frase, una famosa sentencia de
Hitler extraída del Mein Kampf: «Me defiendo contra los judíos, […] estoy
haciendo el trabajo del Señor»”
[54].
Señala
Rüthers, que “[l]a ciencia jurídica alemana allí representada declaró su salida
de la cultura jurídica europea, cuando ella, con una resolución final
unánimemente aprobada, elevó a programa obligatorio de todas las facultades
«las exigencias de purificación» de Schmitt”
[55].
Según
este mismo autor, a partir de lo decidido en el Congreso y de las gestiones
posteriores de Schmitt para llevar a la práctica las consignas allí elaboradas,
durante los años posteriores “[e]n las universidades y en todas las bibliotecas
públicas se clasificaron inmediatamente las obras de autores judíos y fueron
guardadas en los llamados «anaqueles venenosos». Ellos eran accesibles sólo con
una autorización especial. Después de 1936 se generalizó en la práctica la
prohibición, para los trabajos científicos, de hacer citas de autores judíos
[…] También en la Justicia se prohibió completamente la cita de autores judíos
alrededor de 1937”
[56].
Conclusiones
La
dictadura nacionalsocialista se consolidó en el poder con base en el empleo de
la más brutal y desnuda violencia descargada contra quienes se consideraban sus
enemigos internos.
Para
ello, los circuitos de garantías y derechos fundamentales de los ciudadanos,
propios del Estado de derecho, siempre fueron vistos por la jerarquía nazi como
una limitación absurda e injustificada del programa político en ciernes, que
buscaba convertir a Alemania rápidamente en un Estado totalitario, liderado por
un Führer, y conformado por una comunidad racial homogénea y compacta.
De
allí el profundo desprecio de Hitler y sus seguidores hacia los políticos,
juristas y magistrados liberales y demócratas, que fueron perseguidos y
discriminados, cuando no salvajemente golpeados.
Estos
hombres ilustrados, que desde la tribuna política, la cátedra o el estrado
judicial compartían la preocupación por ponerle un límite al poder estatal y
paraestatal de los nazis, en su mayoría fueron forzados a dejar sus cargos y
abandonar su país, cuando no recluidos en campos de concentración,
desaparecidos o asesinados.
Ahora
bien, con el silenciamiento de estas voces no bastaba; todo ejercicio de poder,
por más despiadado y elemental que sea en sus métodos y fines procurados,
necesita de discursos que lo legitimen, que lo hagan mínimamente presentable,
discursos racionalizadores que luego serán reproducidos por los medios de
prensa del Estado y del Partido, instalados en los ámbitos comunicacionales con
pretensión de normalidad y legalidad.
Es
aquí donde aparecen, con decepcionante asiduidad, muchos juristas de primera
línea, para poner toda su astucia, toda su vocación de poder, al servicio del
terrorismo de Estado.
Apelando
al prestigio ganado en épocas previas a la irrupción del régimen dictatorial,
estos académicos de renombre, como fue el caso paradigmático de Carl Schmitt,
tranquilizaron masivamente las conciencias de los burócratas y técnicos legales
que nutrieron a la tiranía, al Behemoth, con las herramientas jurídicas necesarias
para el más amplio y desenfadado ejercicio de poder punitivo criminal en contra
de las minorías perseguidas, especialmente, del colectivo judío.
Como
la estela de impunidad y olvido que deja tras de sí todo régimen genocida
abarca también a quienes proveyeron esos discursos legitimantes del mal
absoluto, la regla en el pasado reciente ha sido que estos juristas,
amparándose en su pretendida condición de “científicos” supuestamente distanciados
de toda ideología o coyuntura política, se las han arreglado para evitar rendir
cuentas ante la Justicia
[57].
Pero
no solo eso: al igual que en todos los demás ámbitos de las ciencias, muchos
juristas han logrado asombrosamente rescatar del naufragio algo de su fama y de
algún modo, continuaron vigentes en las décadas posteriores, recostados sobre
los pliegues conservadores y reaccionarios del Derecho, por lo general
generosamente aceitados desde usinas políticas a las cuales tales discursos le
son funcionales, que proveen claustros universitarios, editoriales y medios
masivos de comunicación propios, puestos al servicio del “veterano e inofensivo
profesor”.
Ése
fue el caso de Carl Schmitt, quien si bien nunca más recuperó su cátedra en
Alemania, sí tuvo un considerable renacimiento en la posguerra, en especial, en
círculos intelectuales de derecha tanto en la España franquista
[58], como en Latinoamérica, durante la vigencia de la
Doctrina de la Seguridad Nacional, ciertamente con influencia hasta nuestros días.
Sus
obras previas al nazismo, más algunas escritas en la posguerra, todas de cuño
conservador-autoritario, volvieron a circular. En cambio, sus escritos y
trabajos bajo la égida nacionalsocialista, fueron astutamente disimulados y
escondidos a la vista de las nuevas generaciones de estudiantes de todas las
ciencias sociales.
Sólo
en las últimas décadas, desde la propia Alemania, se ha comenzado una profunda
revisitación del período nacionalsocialista de Carl Schmitt y de muchos otros
casos similares en todos los ámbitos científicos, tarea que estaba pendiente en
el proceso de democratización germano y que está teniendo un notorio y
saludable desarrollo.
Que
este trabajo contribuya en esa misma dirección, a compensar tanta ignominia,
tanta ocultación de la verdad histórica, que tarde o temprano, tenía que ser
revelada, pues se trata de una condición indispensable para aprender de
nuestros errores y evitar en definitiva que la historia se repita.
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